Días raros
Sucedió en aquella época
discordante, una época en la que el astuto estudiaba farmacia y no ADE. Y, por
supuesto, en una época en que todos enfermábamos. Vivíamos en una sociedad en
el limbo, atrapada entre dos generaciones, reacia a avanzar y, mucho menos, a
retroceder. Yo me encontraba allí sentado, observando la escena con los ojos de
aquel lunático que quedó prendado de la Luna. Les observaba dar vueltas,
caminar en círculos. Por entonces es lo único que hacíamos, ya que no quedaba
otra opción. De esta manera, nos veíamos muy a menudo, por no decir a cada hora
y minuto del día. No había forma de evitar un encuentro. Sí, por casualidad, lo
conseguías, sólo tendrías que esperar a que la persona recorriese ese estrecho
y marcado camino curvado, hasta que por una casualidad tan poco casual
terminaba otra vez frente ti, presta a una dosis de sociedad bien estudiada.
Las líneas curvas siempre han
mantenido cierto recelo para mí, tan traicioneras y meticulosas. Una recta no
esconde misterio, una vez que avances siguiendo su curso sabrás lo que dejas
atrás y podrás deducir lo que tienes delante. Sin embargo, ahí estaban las
curvas y su imprevisible comportamiento que, o bien llevaba a la infinitud o
perseguía la armonía. Pero no seamos necios, nadie sabía nada de armonía y
mucho menos de lo divino y eterno. Así que cogieron las curvas de sus vidas y
empezaron a juntarlas formando círculos, atrapándose. Sin embargo, aquel día
había un rumor extraño en el ambiente. Sentí el misterio conjeturador de la anciana
de rodilla dolorida que augura un cambio en el tiempo. De pronto, la multitud se
agitó y de entre ellos salió corriendo una joven. No pude distinguir su cara,
pero sí advertí en ella una expresión que consternó mi espíritu y extendió una
ráfaga de frío invernal por toda mi columna. En sus ojos pude leer mis miedos ...
Un golpe sordo me apartó de mis
visiones. Aclaré mi mente y traté de fijar la vista. Otros golpecitos
siguieron, esta vez más suaves y acompasados. Era, Elisa, estaba al otro lado
del panel de cristal que dividía la vieja cafetería y la calle. Sonría
inocentemente y divertida, como solía hacer. Adiviné que estaba burlándose de
mí, siempre la sorprendía mi insólita abstracción. Tiré a la basura el papel
arrugado y garabateado que había aguantado mis locuras durante pocas horas, me
ceñí mi marinera y salí a su encuentro. Esa tarde fue bonita, bastante ordinaria.
Por supuesto, la cotidianidad acerca memorias y nostalgias a nuestras cabezas
y, tumbados en aquel portal nos dispusimos a ensoñar ...
Mi aprensión inicial se
desvaneció lentamente dejando paso a la comprensión. Pues aquel rostro
adolescente que tanto me había trastornado en un primer momento, se transformó
con el soplo de una segunda ráfaga, esta vez cálida, pero recelosa, en las
caras de mis cercanos más queridos. Pensé, entonces, en mi familia y reparé en
que nos aferrábamos, habitualmente, a unos miedos curiosamente extraños. Por ejemplo,
mi hermana, sentía una repulsión pasmosa por las figuras geométricas muy
juntas, tripofobia era su nombre técnico si bien no recuerdo mal. Yo
acostumbraba a ser muy alocado y terminaba coleccionando heridas por todo mi
cuerpo. Hubo un día en que conseguí una especialmente curiosa, un corte limpio
con unas ramas de zarzamora tras haber pasado horas de expedición por las
lindes de un río. En realidad, el corte consistía más bien de tres finas líneas
singularmente paralelas y rectas. Cuando se las enseñé con orgullo, hizo una
mueca a la que siguió un empujón agresivo. Me hizo prometer que no se la
volvería a enseñar. Esa noche me acosté asustado. Pensé en la joven de mis
visiones y cerré los ojos con fuerza inusitada. Si ni las curvas ni las rectas
funcionaban, entonces ¿Por dónde habríamos de caminar?
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