Pequeña carta a la coherencia



     Vivimos para justificar nuestra existencia. El creyente se ahorrará el arduo trabajo de definirse pues abrazará su fe como identidad única. Me dirijo, entonces, al ateo. No al agnóstico ni al escéptico, ellos decidieron no molestarse en estos temas.
     Prosiguiendo, el ateo coherente sea quien entienda su vida como una praxis en su conjunto y no divida palabra, pensamiento y acción a su menester. Es nuestra falta de control y autoconocimiento lo que conduce a una vida indecisa e interrumpida constantemente por brotes fortuitos y efímeros de felicidad. Esto no hace más que alienar a receptor quien acaba experimentado los retales de una supuesta vida que más tarde narrará con la voz de la sabiduría a unos absortos educandos. Así es como no terminamos de dar con el sentido de nuestra vida y, prestos a sentirnos mejor buscamos reparar la de otros. Consecuentemente, acabamos encallados en una gran paradoja de falsas virtudes. Somos el mal médico que se ciñe al protocolo e invierte horas en curar un dolor que ni siquiera es físico, hasta que baja la mirada, apartándola de su paciente, y descubre aterrorizado que es él quien se desangra.
     Marchamos en expediciones, no poco enriquecedoras y positivas, pero sí centradas en el único objetivo real de huir de nosotros mismos. Pues, en verdad lo creo, sería más provechoso que abandonásemos esa ambición por la sociedad y esas falsas virtudes tan “humanas” como la bondad o la compasión que de nada sirven ya. Son como la hierba que cede sumisa bajo nuestros pies y no libres e inasibles como el viento que, a su vez, bate los campos ¡Nos es tan lejano aquello que no es tangible! ¿Quién será la primera que leve a cabo ese duro ejercicio del diálogo en soledad? Y que tras una extenuante conversación de autoconocimiento descubra cuán más conveniente y poco hipócrita sería adoptar la sencillez y austeridad de vida y alma de quienes se intenta salvar. Dejaría, entonces, camino libre a que fuese la propia balanza la que se equilibrase sola.
     Dividimos nuestros enseres en dádivas y recuerdos, y reservamos una pequeña parte, la que consideramos, sin poco juicio, honesta y solidaria, para entregársela a los demás. Todo el tiempo vivimos ciegos o cegados a que realmente es nuestra forma de subsistir la que afecta de primera mano a quienes queremos salvar. Estamos convencidos de que podemos suplir una persona, incluso a nosotros mismos, con sinceras sumas de dinero; en lugar de entregarnos de la manera más integra en el camino. Si en lugar de dar, no cogemos, quizá seríamos capaces de ver la verdad y destapar a los culpables de no vivir en la armonía deseada.



 " ¡Y habláis de cielo, vosotros que deshonráis la tierra! " - David Henry Thoreau

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